Desde el primer momento, del mismo modo que al «corredor de fincas» Moritz, nos agrede sin miramientos un narrador vehemente que no nos soltará hasta haber dicho todo lo que tiene por decir. Desde la primera frase, una larga parrafada erizada de conjunciones que se atropellan y de incidentes que se ...
Desde el primer momento, del mismo modo que al «corredor de fincas» Moritz, nos agrede sin miramientos un narrador vehemente que no nos soltará hasta haber dicho todo lo que tiene por decir. Desde la primera frase, una larga parrafada erizada de conjunciones que se atropellan y de incidentes que se imbrican, la cosa está clara: o bien dejamos el libro, o bien tomamos impulso para no detenernos hasta el final. Todo, entonces, se esclarece muy rápidamente, las alusiones se precisan, los agravios se apuntalan con argumentos sobrecogedores, con ejemplos alucinantes y grotescos, retomados y desarrollados sin dejar nada en la sombra. Lo sabremos todo sobre Moritz y su familia, sobre los dos Suizos («y sobre todo la Persa»), lo que vienen a buscar en ese agujero perdido, poblado de inquietantes austríacos, donde compran a precio de oro un terreno invendible, para construir allí una mansión de pesadilla. Lo sabremos todo acerca del narrador, y, gracias a sus revelaciones, de una lucidez delirante y glacial, también sabremos mucho más acerca de nosotros mismos. Pues a medida que acumula los detalles más insignificantes sobre su mal íntimo, su furiosa voz deviene impersonal, irrefutable, universal, y, poco a poco, la reconocemos cada vez más: es aquella que todos nosotros sofocamos y que, desde nuestra noche, dice «sí» a la nada.